Os comparto una lectura que me ha sido de mucha edificación.
EL SIGNIFICADO Y VALOR DE ROMANOS 7
Ahora llegamos al capítulo 7 de Romanos. Hay la tendencia de sentir que este capítulo
está mal situado en el lugar donde se halla. Nos gustaría ponerlo entre los capítulos 5 y 6. Al
fin del capítulo 6 todo es tan perfecto: entonces viene un quebrantamiento completo en el capítulo
7 y el grito “¡Miserable de mí!”. Entonces, ¿cuál es su enseñanza?
El capítulo 6 trata de la liberación del pecado: y el capítulo 7 de la liberación de la ley.
En el capítulo 6 Pablo nos ha relatado cómo podemos ser liberados del pecado y suponíamos
que eso fue todo lo que hacía falta. El capítulo 7 ahora nos enseña que la liberación del pecado
no basta, sino que también necesitamos liberación de la ley. Si no somos del todo emancipados
de la ley, nunca podremos experimentar la plena emancipación del pecado, pero ¿cuál
es la diferencia entre la liberación del pecado y la liberación de la ley? Todos conocemos el
significado de la liberación del pecado, pero necesitamos conocer también el significado de la
ley, si hemos de apreciar nuestra necesidad de liberación de ella.
LA INHABILIDAD TOTAL DEL HOMBRE
Muchos, aunque verdaderamente salvos, se hallan impedidos por el pecado. No viven
necesariamente bajo el poder del pecado todo el tiempo, pero hay ciertos pecados que les impiden
continuamente y así cometen los mismos pecados repetidas veces. Un día oyen el mensaje
pleno del Evangelio, que el Señor Jesús no sólo murió para borrar nuestros pecados, sino
que cuando murió nos incluyó a todos en su muerte; siendo así que no se trata solamente con
nuestros pecados, sino con nosotros mismos también. Sus ojos son abiertos y saben que han
sido crucificados, inmediatamente dos cosas siguen a aquella revelación. En primer lugar,
ellos cuentan con que han muerto y resucitado con el Señor y, en segundo lugar, ceden a los
derechos del Señor. Ellos ven que no tienen más derecho sobre sí mismos. Este es el comienzo
de una hermosa vida cristiana llena de alabanza al Señor.
Luego el creyente empieza a pensar en esta manera: “He muerto con Cristo, soy resucitado
con Él, y me he entregado a Él para siempre: ahora me corresponde hacer algo para Él,
dado que hizo tanto por mí. Quiero agradarle y hacer Su voluntad”. Así que después de la
consagración procura descubrir la voluntad de Dios y se propone obedecerle. Entonces es
cuando hace un descubrimiento extraño. Pensaba que podía hacer la voluntad de Dios y creía
que amaba esa voluntad, pero poco a poco encuentra que no siempre le gusta. A veces encuentra
hasta una manifiesta mala gana en obedecer: y a menudo, cuando trata de cumplir,
encuentra que no puede. Entonces empieza a dudar de su experiencia espiritual. Se pregunta:
“¿Será que yo realmente sabía? ¡Sí! ¿Será que yo realmente contaba? ¡Sí! ¿Será que yo verdaderamente
me entregué? ¡Sí! ¿Me he vuelto atrás de mi consagración? ¡No! ¿Entonces qué
pasa ahora?”. Cuanto más este hombre procura hacer la voluntad de Dios, tanto más fracasa
en cumplir. Finalmente llega a la conclusión que nunca amaba verdaderamente la voluntad de
Dios: así que ora por el deseo y el poder de cumplir. Confiesa su desobediencia y promete
nunca desobedecer de nuevo. Pero apenas se ha levantado de sus rodillas cuando ha fracasado
una vez más: antes que llegue al punto de victoria, es consciente de derrota. Entonces se dice
a sí mismo: “Puede ser que mi última decisi6n no fuera bastante definida. Esta vez vaya ser
absolutamente terminante”. Así que concentra toda su voluntad sobre el asunto, sólo para encontrar
que le aguarda un mayor fracaso que nunca después de la primera tentación. Entonces
repite las palabras de Pablo: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el
querer el bien está en mí, pero no el hacerla. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal
que no quiero, eso hago”. (Ro. 7:18,19).
EL SIGNIFICADO Y EL PROPÓSlTO DE LA LEY
Muchos cristianos son lanzados de repente a la experiencia de Romanos 7 y no saben
por qué. Se imaginan que Romanos 6 es bien suficiente. Habiéndolo entendido claramente,
piensan que no puede haber más cuestión de fracaso, y entonces con gran sorpresa se encuentran
repentinamente en Romanos 7, ¿,Cuál es la explicación? No conocen la liberación de la
ley. Romanos 7 nos Es dado para explicar y llevamos a la experiencia de la verdad de Romanos
6:14: “El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la
gracia”. ¿Cuál, pues, es el significado de la ley?
La gracia significa que Dios hace algo a mi favor; la ley significa que yo hago algo para
Él. Ahora, si la ley significa que Dios demanda algo de mí, la liberación de la ley quiere decir
entonces que Él ya no lo demanda de mí, sino que Él mismo lo provee. La ley implica que
Dios me requiere que haga algo para Él; la liberación de la ley implica que Él me exime de
hacer cosa alguna para Él, y que en gracia Él mismo lo hace en mÍ. Yo (el hombre “carnal” de
Ro. 7:14) no necesito hacer nada para Dios: esto es liberación de la ley. La dificultad en Romanos
7 es que el hombre en la carne trató de hacer algo para Dios. Al momento que procuras
agradar a Dios, entonces te pones bajo la ley y la experiencia de Romanos 7 empieza a ser la
tuya. Cuando un hombre ve que es libertado de la ley, entonces proclama: “Yo no trataré de
hacer cosa alguna para Dios”. ¡Qué doctrina! ¡Qué formidable herejía! Pero b. liberación de la
ley significa justamente esto, que yo cese de tratar de agradar a Dios (esto es en la carne).
Debemos aclarar que la ley no tiene la culpa de nuestro fracaso. Pablo dice: “La ley a la
verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (Ro. 7:12). ¡No! No hay nada mal en
la ley, pero hay algo indudablemente mal en mÍ. Las demandas de la ley sen justas, pero la
persona de quien las demanda es injusta. El problema no consiste en que las demandas de la
ley son injustas, sino en que yo no puedo cumplidas. El gobierno puede estar en su derecho al
demandarme el pago de $ 100, pero ¡lo malo es si yo sólo tengo $ 10 para satisfacer esa demanda!
Dios sabe quién soy. Él sabe que desde la cabeza hasta los pies estoy lleno de pecado.
Él sabe que soy la debilidad encarnada, que nada puedo hacer. El problema es que yo ignoro
esto. Admito que todos los hombres son pecadores y por consiguiente soy pecador; pero me
imagino que no soy tan pecador, sin esperanza, como algunos. Dios debe traemos al lugar
donde veamos que somos completamente débiles e incapaces. Mientras decimos eso, no lo
creemos del todo, y Dios tiene que hacer algo para que estemos plenamente convencidos del
hecho. Si no fuese por la ley, nunca hubiéramos conocido cuán débiles somos. Pablo aclara
esto en Romanos 7:7: “Yo no conocí el pecado sino por la ley: porque tampoco conociera la
codicia, si la ley no dijera: No codiciarás”. Cualquiera hubiera sido su experiencia con el resto
de la ley, fue el décimo mandamiento, que traducido literalmente es: “No desearás... “, el que
lo encaró. Entonces, él se vio cara a cara con su total incapacidad y fracaso.
Cuanto más tratamos de guardar la ley, tanto más se manifiesta nuestra debilidad, hasta
que se demuestra claramente que somos tan débiles que, en nosotros mismos, no nos queda
esperanza alguna. Dios lo sabía antes pero no nosotros, y así Dios tuvo que traernos por experiencias
dolorosas al reconocimiento del hecho. Necesitamos que nos sea demostrado, más
allá de toda discusión, que somos tan débiles. Es por eso que Dios nos dio la ley.
Así, con reverencia, podemos decir que Dios nunca nos dio la ley para guardada; ¡Él
nos dio la ley para quebrarla! Él sabía muy bien que nosotros no podíamos observarla. Somos
tan malos que Él no nos pide favor alguno ni hace demandas. Ningún hombre ha logrado
hacerse aceptable a Dios por medio de la ley. En ninguna parte del Nuevo Testamento dice
que la ley fue dada para ser guardada; pero sí dice que la ley fue dada para que hubiera trasgresión.
“La ley se introdujo para que el pecado abundase... (Ro.5:20). ¡La ley fue dada para
manifestamos como quebrantadores de la ley! Indudablemente soy pecador, “pero yo no conocí
el pecado sino por la ley... porque sin la ley el pecado está muerto.... pero venido el mandamiento,
el pecado revivió y yo morí” (Ro. 7: 7-9). La ley es la que expone nuestra verdadera
naturaleza. ¡Ay! somos tan vanidosos, nos conceptuamos tan fuertes, que Dios tiene que
darnos algo para probar cuán débiles somos. Al fin lo vimos y confesamos: “Soy un pecador
ciento por ciento, y no puedo hacer nada para agradar a Dios”.
Así, la ley no fue dada en la esperanza de que la guardaríamos: fue dada en el pleno conocimiento
de que la quebrantaríamos, y cuando la hayamos quebrantado tan completamente
que seamos convencidos de nuestra absoluta necesidad, entonces la ley habrá servido su propósito.
Ha sido nuestro ayo para llevamos a Cristo para que Él pueda guardada en nosotros
(Gá. 3:24).
CRISTO, EN NOSOTROS, EL FIN DE LA LEY
Hay todavía una ley de Dios, y ahora hay un “nuevo mandamiento” que exige mucho
más que el antiguo, pero ¡alabado sea Dios! sus demandas son cumplidas pues es Cristo quien
las cumple; es Cristo quien obra en mí lo que agrada a Dios. “No he venido para abrogar, sino
para cumplir (la ley)” son sus palabras (Mt. 5:17). Así Pablo, gozando el bien de la resurrección,
puede decir: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que
en vosotros produce (obra) así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:12,13).
Dios es el que obra en nosotros. La liberación de la ley no quiere decir que estamos
eximidos de hacer la voluntad de Dios, sino que estamos libres de hacerla como de nosotros
mismos. Desde aquí en adelante Otro lo hace en nosotros. Una vez que estamos plenamente
persuadidos de que no podemos satisfacer la voluntad de Dios, ni siquiera intentamos hacerla,
y ponemos nuestra confianza en el Señor, a fin de que Él manifieste en nosotros su vida de
resurrección. Desde ahora en adelante si algo es hecho, debe ser el Señor únicamente quien lo
haga. Infelizmente, algunos de nosotros, a pesar de saber que no podemos guardar la ley, aún
procuramos hacerla.
Voy a ilustrar esta verdad por lo que he visto en mi propia patria. En la China, algunos
peones pueden llevar una carga de sal de unos ciento veinte kilos, y algunos, hasta doscientos
cincuenta kilos. Pero aquí viene un hombre que sólo puede levantar ciento veinte kilos y hay
una carga de doscientos cincuenta. Sabe perfectamente bien que no la puede cargar y, si es
prudente, dirá: “No la tocaré”. Pero la tentación de probar es inherente en la naturaleza humana,
así que, aunque es imposible que la lleve, todavía trata de hacerla. Cuando jovencito, me
divertía observando a diez o veinte de esos hombres que llegaban y probaban, aunque cada
uno de ellos sabía que le era imposible. Al fin tuvieron que dejar y dar lugar al que podía.
Cuanto antes abandonemos la prueba tanto mejor, porque si ocupamos el terreno entonces
no queda lugar para e1 Espíritu Santo. Pero si decimos “No lo haré, confiaré en Ti para
hacerlo en mí”, entonces hallaremos que una fuerza más poderosa que nosotros nos lleva adelante.
En el año 1923 me encontré con un evangelista renombrado. Yo había dicho algo parecido
a lo que antecede, y como volvimos a su hogar juntos, observó: “La enseñanza de Romanos
7 es poco proclamada hoy en día; es bueno oírla de nuevo. El día que fui librado de la ley
era un día de cielo en la tierra. Después de ser creyente durante años, seguí tratando de hacer
lo mejor que pude para agradar a Dios, pero cuanto más procuré tanto más fracasé. Conceptué
a Dios como el ser más exigente del universo, pero me hallaba impotente de cumplir la menor
de sus demandas. Un día cuando leía romanos 7, repentinamente fue iluminado y vi que no
solamente había sido librado del pecado sino también de la ley. Asombrado, salté y dije: “Señor,
¿es que verdaderamente no me impones más demandas? Entonces no necesito hacer nada
más para Ti”.
Las exigencias de Dios no han cambiado, pero no somos nosotros los que podemos
cumplidas. Alabado sea Dios, Él es el Legislador sobre el trono, y Él es el guardador de la
ley en mi corazón. Él que dio la ley, Él mismo la guarda. Él hace las demandas, pero Él mismo
las cumple. Mi amigo bien podía saltar y exclamar cuando descubrió que no tenía nada
que hacer, y todos los que hacen tal descubrimiento bien podrían hacer lo mismo. Mientras
que tratamos de hacer algo, Dios no puede hacer nada. Es por causa de nuestros esfuerzos,
que fracasamos, y fracasamos, y fracasamos. Dios quiere demostrarnos que no podemos hacer
nada, y hasta que eso no sea plenamente reconocido, nuestros desalientos y desilusiones no
cesarán.
Un hermano que estaba tratando de luchar para ganar la victoria, me dijo: “No sé por
qué soy tan débil”. “Lo que pasa a usted”, le dije, “es que es débil para no hacer la voluntad
de Dios, pero no es suficiente débil para mantenerse del todo fuera de las cosas. Aún no es
bastante débil; pero cuando está reducido a la absoluta incapacidad y persuadido de que no
puede hacer nada, entonces Dios hará todo”. Todos necesitamos llegar al punto donde decimos:
“Señor, no puedo hacer ninguna cosa para Ti, pero confío en Ti para que lo hagas todo
en mí”.
UNA ILUSTRACIÓN AL CASO
En cierto tiempo estaba parando en determinado lugar con unos veinte hermanos más.
Había inadecuada provisión para bañarnos en el lugar donde estábamos, así que íbamos para
tomar una zambullida diaria en el río. En una ocasión un hermano sintió calambres en una
pierna y estaba hundiéndose: así que llamé la atención de otro hermano, que era un experto
nadador, para que acudiera a su rescate, Pero no hizo movimiento alguno. Desesperado, grité:
“¿No se da cuenta que el hermano se está ahogando?” Y los otros hermanos, tan agitados como
yo, también gritaron vigorosamente. Pero nuestro buen nadador continuó en su inactividad.
Con calma y serenidad, se quedó donde estaba. Mientras tanto la voz del pobre hermano
que se ahogaba era más apagada, y sus esfuerzos, más débiles. En mi corazón dije: “¡Odio a
aquel hombre! ¡Pensar que él dejara ahogar a un hermano ante sus propios ojos sin acudir a su
rescate!”
Pero, cuando el hombre estaba ya hundiéndose, con algunas rápidas brazadas, el nadador
se puso a su lado, y pronto ambos estaban en tierra. Cuando me vino una oportunidad,
expresé mis opiniones. “Nunca he visto a cristiano alguno que amara su vida tanto como usted”,
dije yo. “Piense de la angustia que habría ahorrado a ese hermano si usted se hubiera
considerado a usted mismo menos y a él un poco más”. Pero el nadador conocía la cosa mejor
que yo. Dijo: “Si hubiera acudido antes, me habría agarrado tan fuertemente que ambos nos
hubiéramos hundido. Un hombre que se está ahogando no puede ser salvado hasta que está
absolutamente exhausto y cesa de hacer el menor esfuerzo para salvarse”.
¿Lo ves tú? Cuando nosotros abandonamos el caso, entonces entra Dios. Él está esperando
hasta que lleguemos al fin de nuestros recursos y no podamos hacer nada más para nosotros
mismos. Dios ha condenado todo lo que es de la antigua creación y lo ha consignado a
la Cruz. “La carne para nada aprovecha” (}n. 6:63). Si tratamos de hacer algo nosotros mismos,
estamos prácticamente repudiando la Cruz de Cristo. Dios nos ha declarado aptos sólo
para muerte. Cuando verdaderamente creemos esto, entonces confirmamos el fallo divino al
abandonar todos nuestros propios esfuerzos para agradarle. Cada esfuerzo nuestro de hacer su
voluntad es una negación de su declaración en la Cruz acerca de nuestra absoluta inutilidad.
Nuestros continuados esfuerzos son señal de que hemos entendido mal las demandas divinas
por un lado, y la fuente de provisión por otro.
Contemplamos la ley y pensamos que debemos cumplir sus demandas pero necesitamos
recordar que, aunque la ley en sí misma está bien, estaría mal aplicarla a la persona a quien no
corresponde. El “miserable hombre” de Romanos 7 trató de afrontar él mismo las demandas
divinas, y eso fue la causa de angustia. El repetido uso de la primera persona (el yo) da la clave
del fracaso. “El querer el bien está en mí, pero no el hacerla” (Ro. 7: 18). Había un concepto
erróneo fundamental en la mente de ese hombre. Él pensaba que Dios le pedía a él guardar
la ley, y así por consiguiente estaba tratando de guardarla. Pero Dios no requería ninguna cosa
de É1. ¿Cuál fue el resultado? Lejos de hacer lo que agradaba a Dios, se hallaba haciendo lo
que le desagradaba. En sus mismos esfuerzos de hacerla, hizo exactamente lo opuesto de lo
que él sabía ser la voluntad divina.
“GRACIAS A DIOS”
Romanos 6 trata del “cuerpo de pecado” (6:6); Romanos 7 trata del “cuerpo de muerte”
(7:21). En el capítulo 6, todo el tema que nos presenta es el “pecado”: en el capítulo 7 nos
presenta la “muerte”. ¿Cuál es la diferencia entre cuerpo de pecado y cuerpo de muerte? Mi
actividad respecto al pecado hace de mi cuerpo un cuerpo de pecado: mi inactividad con res-
pecto a la voluntad de Dios lo hace un cuerpo de muerte.
¿Has descubierto la verdad de esto en tu vida? No basta haberla descubierto en Romanos
6 y 7. ¿Has descubierto que estás llevando el peso muerto de un cadáver en relación a la
voluntad de Dios'? No tienes dificultad en hablar acerca de las cosas terrenas, pero cuando
tratas de hablar para el Señor tienes impedimento en el habla; cuando tratas de orar, te sientes
medio dormido; cuando tratas de hacer algo para el Señor, te sientes indispuesto. Puedes
hacer cualquier cosa salvo aquellas que se relacionan a la voluntad divina. Hay algo en este
cuerpo que no armoniza con la voluntad de Dios.
¿Qué significa muerte? Muerte es la debilidad en su punto extremo -debilidad, enfermedad,
muerte. La muerte significa total debilidad, débil hasta tal grado que no podrá ser peor.
Que yo tenga un cuerpo de muerte en relación con la voluntad de Dios significa que soy tan
débil con relación a servir a Dios, tan completamente débil, que soy reducido a un grado de
lamentable desamparo. “Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte'?”, clamó
Pablo (Ro. 7:24). Es bueno cuando alguien clama como hizo él. No hay nada más melodioso
en los oídos del Señor. Este clamor es el más espiritual y el más escritural que puede un
hombre articular. Sólo lo hace cuando sabe que nada puede hacer y deja de hacer nuevas resoluciones.
Hasta este punto, cada vez que fracasa, hace una nueva resolución y dobla y redobla
la fuerza de voluntad. A la larga descubre que no hay posibilidad de hacer más determinaciones
y clama cn su desesperación: “Miserable de mí!” Ha llegado a un grado donde desespera
de sí mismo.
¿Has desesperado de ti mismo o todavía esperas que si leyeras u oraras más serás mejor
cristiano'? El leer y el orar no son cosas equivocadas, pero la equivocación es confiar en ellos
para la victoria. Nuestra confianza debe estar en Cristo sólo. Felizmente el “miserable hombre”
no meramente deplora su miseria, sino hace una pregunta excelente, a saber: “¿Quién me
librará'?” “¿.Quién?” Hasta aquí ha buscado un 'algo', ahora busca un 'quien'. Hasta aquí ha
mirado adentro por la solución de su problema: ahora busca un Salvador fuera de sí mismo.
No pone más en juego el esfuerzo propio; toda su expectativa está ahora en Otro.
¿Cómo obtuvimos el perdón de los pecados'? ¿Fue por la lectura, la oración, las caridades,
etc.? No, miramos a la Cruz, confiando en lo que el Señor había hecho, y la liberación del
pecado opera exactamente sobre el mismo principio que el perdón de pecados. En el asunto
del perdón miramos a Él sobre la Cruz: en el asunto de la liberación miramos a Él en nosotros.
Acerca del perdón dependemos de aquello que Él ha hecho: en relación a la liberación dependemos
de lo que Él hará en nosotros. Pero en relación tanto al perdón como a la liberación,
nuestra dependencia será de Él sólo. Él es quien hace todo.
En el tiempo cuando fue escrita la epístola a los Romanos, era castigado un asesino en
una manera rarísima y terrible. El cadáver del muerto era atado al cuerpo viviente del asesino;
cara a cara, mano a mano, pie a pie; y el viviente quedaba ligado al muerto hasta la muerte.
Estaba libre el asesino de ir donde quisiera, pero por doquier tenía que arrastrar el cadáver del
muerto. Pablo se sintió ligado a un cuerpo muerto e incapaz de librarse. Donde quiera que
fuera, fue impedido por esta carga terrible. A la larga no pudo aguantar más y clamó: “Miserable
de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” Pero su grito desesperado es seguido
inmediatamente por un canto de alabanza. Esta es la contestación a su pregunta. “Gracias
doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Ro. 7:25).
Sabemos que la justificación es por medio del Señor Jesús y que no requiere obra de
nuestra parte; pero creemos que la santificación depende de nuestros esfuerzos. Creemos que
solamente obtenemos el perdón por confianza completa en el Señor; pero creemos que sólo
podemos obtener liberación con hacer algo nosotros. Tememos que si no hacemos nada, nada
sucederá. Después de la salvación, la vieja costumbre de hacer algo se afirma de nuevo y comenzamos
otra vez nuestros esfuerzos propios. Entonces la Palabra de Dios se oye de nuevo:
“Consumado es”. Él ha hecho todo en la Cruz para mi perdón y va a hacer todo en mí para mi
liberación. En ambos casos, Él es el Hacedor. “Dios es el que en vosotros produce el querer
como el hacer” (Fil. 2: 13).
Las primeras palabras del hombre liberado son muy preciosas: “Gracias doy a Dios”. Si
alguien te da un vaso de agua, le agradeces a él, no a ningún otro. ¿Por qué dijo Pablo: “Gracias
doy a Dios”? Porque Dios era el que hizo todo. Si hubiera sido Pablo quien lo hiciera,
habría dicho: “Gracias doy a Pablo”; pero él vio que Pablo era un “miserable” y que sólo Dios
podía atender a su necesidad. Así que él dijo: “Gracias doy a Dios”. Dios quiere hacer todo
porque Él quiere toda la gloria. Si nosotros hiciéramos parte de la obra entonces nos tocaría
algo de la gloria; pero Dios la quiere toda, así que Él hace toda la obra del comienzo hasta el
fin.
Lo que hemos dicho en este capítulo podría parecer negativo y no muy práctico si quedásemos
aquí, como si la vida cristiana consistiera en sentarnos y esperar que algo suceda. Por
supuesto, es cosa muy distinta. Todos los que la viven, saben que es asunto de una fe en Cristo
muy positiva y activa, y en un nuevo principio de vida: la ley del Espíritu de vida. Pablo
explica en los primeros nueve versículos del capítulo 8 cómo obtenemos la liberación y cómo
somos capacitados para vivir una vida santa en el mundo. Él muestra que es todo por el Espíritu
Santo. Veremos ahora los efectos en nosotros de este nuevo principio de vida.
ANDANDO EN EL ESPÍRITU
Llegando ahora a Romanos capítulo 8, debemos primeramente resumir el argumento de
la segunda sección de la carta: capítulo .5: 12 hasta el fin del capítulo 8.
POSICIÓN Y EXPERlENCIA
Tenemos cuatro diferentes aspectos en relación con la obra de Dios en la redención: el
capítulo 5, “en Adán”; el capítulo 5, “en Cristo”; el capítulo 7, “en la carne”; el capítulo 8, “en
el Espíritu”. En esto vemos cuatro diferentes principios y debemos discernir claramente la
relación entre ellos. Tenemos “en Adan” contra “en Cristo” mostrando nuestra posición; lo
que éramos por naturaleza y luego lo que ahora somos por la fe en la obra redentora de Cristo.
También tenemos en la carne contra en el Espíritu” y esto se relaciona con nuestro andar, como
asunto de experiencia práctica. Creemos que hasta estar “en Cristo”, pero debemos también
andar “en el Espíritu” (Ro. 8:9). He aquí uno de los más importantes puntos de la vida
cristiana. Aunque de hecho estoy en Cristo, con todo si viviera en la carne, es decir en mi propio
poder, entones experimentaré lo que está “en Adán”. Si quiero experimentar todo lo que
está en Cristo, entonces debo aprender a andar “en el Espíritu”. El uso frecuente de las palabras
“el Espíritu” en la primera parte de Romanos 8 sirve para enfatizar esta nueva e importante
lección de la vida cristiana.
ANDAR EN LA CARNE O EN EL ESPÍRITU
La carne se relaciona con Adán; el Espíritu con Cristo. Vivir en la carne significa sencillamente
que tratamos de hacer algo en nuestra propia energía natural. Esto es vivir por la
fuerza que emana de la vieja fuente natural de vida que heredé de Adán, y así gozo de todo lo
que se encuentra en él: ¡provisión adecuada para poder pecar! Ahora bien, lo mismo se aplica
al que está en Cristo. Para gozar en experiencia de lo que es mío en Él, debo aprender lo que
es andar en el Espíritu. Es un hecho histórico que en Cristo mi viejo hombre fue crucificado, y
es un hecho que actualmente soy bendecido “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales”
(Ef. 1:3), pero si no vivo en el Espíritu, entonces mi vida puede ser una contradicción
del hecho de que estoy “en Cristo”, porque lo que es verdad para mí como estando en El,
no se manifiesta en mí.
Puedo reconocer que estoy en Cristo, pero tal vez también tengo que reconocer que mi
viejo mal genio se deja ver mucho. ¿Cuál es el problema? El problema es que va estoy aferrándome
a la verdad objetiva cuando lo que es verdad objetiva debe llegar a ser verdad subjetiva;
y esto ocurrirá en la medida en que yo viva en el Espíritu.
No sólo estoy en Cristo, pero Cristo está en mí. Y de la misma forma en que naturalmente
un hombre no puede vivir ni trabajar en el agua, sino sólo en el aire, así también espiritualmente
Cristo mora y se manifiesta no en la 'carne' sino en el 'espíritu'. Por tanto si vivo
'según la carne' hallo que lo mío en Cristo se mantiene, por decido así, en suspenso. Aunque
de hecho estoy en Cristo, sin embargo estoy viviendo en la carne -vale decir en mi propia
fuerza y bajo mi propio gobierno- entonces, en la experiencia, descubro con tristeza que en mi
se manifiesta lo que está en Adán. Leemos en la Palabra lo que quiere Dios, e inmediatamente
nos ponemos a hacerla. Por ejemplo, cuando descubrimos en la Palabra que debemos ser
humildes, en vez de echamos en entera dependencia en el Señor, inmediatamente reunimos
nuestras fuerzas y determinamos que en lo sucesivo trataremos de ser humildes; y somos tan
sinceros en esto que nos imaginamos que estamos andando bien, cuando en realidad estamos
esquivando el punto fundamental. Si yo quiero conocer experimentalmente todo lo que en
Cristo hay, debo aprender a vivir en el Espíritu.
Vivir en la carne significa que creemos que nosotros mismos podemos hacer: en consecuencia
ensayamos probarlo. Cuando realmente nos damos cuenta de la corrupción de nuestra
propia naturaleza, entonces, al descubrir las demandas divinas en la Palabra, nunca trataremos
de afrontarlas nosotros sino sencillamente reconoceremos nuestra absoluta debilidad y diremos:
“Señor, no puedo hacerla, y rehúso tratar de hacerla. Si Tú no lo efectúas en y por mí,
nunca será hecho”. Cuando vemos que Dios requiere humildad de nosotros, ya no trataremos
más de ser humildes, sino sencillamente volveremos al Señor, y le diremos: “Señor, por mí
mismo no puedo ser humilde, pero confío que Tú has de demostrar tu humildad en mí”.
Vivir en el Espíritu significa que yo confío que el Espíritu Santo hará en mí lo que yo no
puedo hacer. Esta vida es totalmente diferente de la que yo naturalmente viviría por mí mismo.
Cada vez que me encuentro frente a una nueva demanda del Señor, le miro para que El
haga en mí lo que requiere de mÍ. No es un caso de probar sino simplemente de confiar: no de
luchar sino de descansar en El. Si yo tengo un mal genio, pensamientos impuros, una lengua
respondona o un espíritu crítico, no haré la menor cosa para cambiarme a mí mismo sino me
entregaré al Espíritu para que produzca en mí la necesitada pureza o humildad o mansedumbre.
Sencillamente me pondré a un lado y dejaré que Dios lo haga todo por su Espíritu Santo.
Esto es lo que quiere decir “Estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros”
(Ex. 14:13) .
Algunos de vosotros seguramente habéis tenido experiencia de esta clase. Habéis sido
invitados a ir y visitar a un amigo, y el amigo no fue muy amable, pero confiasteis que el Señor
os ayudaría. Le dijisteis, antes de salir, que vosotros mismos no haríais más que fracasar y
le pedisteis todo lo necesario. Entonces, con gran sorpresa, no os sentisteis irritados aunque
vuestro amigo se mostró poco afable. Al volver a casa, meditasteis en la experiencia y os maravillasteis
de que os mantuvierais tan serenos y os preguntasteis si estaríais tan serenos la
próxima vez. Os sorprendisteis de vosotros mismos y buscasteis una explicación. Esta es la
explicación: el Espíritu Santo os sostuvo.
Infelizmente sólo tenemos esta clase de experiencia de vez en cuando; pero debería ser
una experiencia constante. Cuando el Espíritu Santo controla las cosas, no hay necesidad de
esfuerzo por nuestra parte. No es un caso de decidiros a resistir y luego pensar que os habéis
controlado maravillosamente y habéis alcanzado una gloriosa victoria. No, donde hay verdadera
victoria, no hay esfuerzo humano. El Señor nos lleva adelante.
El objeto de la tentación es siempre conseguir que hagamos algo nosotros. Durante los
primeros tres meses de la guerra en la China perdimos un gran número de tanques y así fuimos
incapaces de hacer frente a los tanques japoneses hasta que fue ideada la siguiente táctica:
Un solo tiro fue dirigido hacia un tanque japonés por uno de nuestros francotiradores en
emboscada. Después de un considerable lapso, el primer tiro sería seguido por un segundo: y
entonces un largo silencio y luego otro tiro: hasta que el conductor del tanque ansioso de localizar
de dónde venían los tiros sacaba la cabeza para investigar. El tiro siguiente terminaba
con él.
Mientras él quedaba protegido, estaba perfectamente a salvo. Toda la maniobra fue inventada
para sacarle de su escondite. Asimismo las tentaciones de Satanás no son, en primer
lugar, el conducimos a hacer algo particularmente pecaminoso, sino meramente hacer que
procedamos en nuestra propia energía, y en el momento mismo en que damos el primer paso
para hacer algo nosotros, él ya ha ganado una victoria. Mientras no nos movamos de nuestro
escondite en Cristo, mientras no pasemos al reinado de la carne, entonces él no nos puede
vencer.
El camino divino de la victoria no permite nada de nuestra acción, es decir, fuera de
Cristo. Nuestra victoria consiste en escondernos en Cristo y no hacer nada, confiando que Él
hará absolutamente todo. En el momento que nos movemos, empezamos a perder terreno.
Esto es porque en cuanto nos movemos corremos peligro, pues nuestras inclinaciones naturales
nos llevan en dirección equivocada. ¿Dónde pues, buscaremos ayuda? Miremos ahora a
Gálatas 5:17: “El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne”.
En otras palabras, la carne no batalla contra nosotros sino contra el Espíritu Santo, porque
estos se oponen entre sí”, y es Él, no nosotros, quien enfrenta y procede con la carne. ¿Qué es
el resultado? “...para que no hagáis lo que quisiereis”.
Creo que muchas veces hemos interpretado mal el significado de la última cláusula de
este versículo. Veamos. ¿Cómo procederíamos nosotros naturalmente? Seguiríamos un curso
de acción llevados por nuestros propios instintos y divorciados de la voluntad de Dios. El
efecto pues de negarnos a actuar de nosotros mismos será que el Espíritu Santo tendrá libertad
de enfrentar y tratar con la carne en nosotros, con el resultado de que no haremos lo que por
naturaleza haríamos: es decir no obraremos de acuerdo a nuestra inclinación natural, no emprenderemos
planes propios; sino que hallaremos nuestra satisfacción en su perfecto plan.
Si vivimos en el Espíritu, podemos quedarnos a un lado y contemplar cómo el Espíritu
Santo gana nuevas victorias sobre la carne cada día. “Andad según el Espíritu, y no cumpliréis
los deseos de la carne” (Gá. 5: 16, V.M.). El Espíritu Santo nos ha sido dado para encargarse
de este asunto. Nuestra victoria reside en escondemos en Cristo, y en confiar en sencillez que
su Santo Espíritu vencerá en nosotros las concupiscencias carnales con sus propios nuevos
deseos. La Cruz ha sido dada para procuramos la salvación: el Espíritu Santo ha sido dado
para llevarla a cabo en nosotros. Cristo crucificado, resucitado y glorificado, es la base de
nuestra salvación: Cristo en nosotros por el Espíritu es el poder de nuestra salvación.
CRISTO NUESTRA VIDA
“Gracias doy a Dios, por Jesucristo!” Esa exclamación de Pablo es en realidad lo mismo
que lo que dice en Gálatas 2:20, el versículo que sirve como clave para nuestro estudio: “Ya
no vivo yo... mas Cristo.,.”. Vimos cuán a menudo se usa la palabra “yo” en Romanos 7, culminando
en el grito de agonía: “¡Miserable de mí!” Luego sigue la aclamación de liberación:
“¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo!” y es evidente que Pablo descubrió que la vida que gozamos
es la vida de Cristo únicamente. Pensamos en la vida cristiana como una “vida transformada”
pero en realidad no es así. Dios nos ofrece una “vida canjeada”, una “vida sustituida”,
y Cristo es el Sustituto en nosotros. “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. No es algo
que tenemos que producir nosotros. Es la vida de Cristo mismo reproducida en nosotros.
¿Cuántos cristianos creen en la “reproducción” en este sentido, como algo más que la
regeneración? Regeneración quiere decir que la vida de Cristo es plantada en nosotros por el
Espíritu Santo; eso es el nuevo nacimiento.
“Reproducción” es algo más: quiere decir que la vida nueva crece y se manifiesta progresivamente
en nosotros hasta que la misma imagen de Cristo empieza a ser reproducida en
nuestras vidas, Eso es lo que Pablo quería decir cuando dijo a los Gálatas: “Hijitos míos, por
quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (Gá.
4:19).
Estaba pasando unos días en la casa de un matrimonio creyente, quienes no tardaron en
pedirme que orase por ellos. Al preguntarles cuál era su problema, me confesarán: “Nos impacientamos
tan fácilmente con los chicos que durante las últimas semanas los dos nos hemos
enojado varias veces al día. En verdad, estamos deshonrando al Señor. ¿Quiere usted rogar
que Él nos dé paciencia?”
“Eso es lo único que no puedo hacer -les contesté-. Estoy seguro que Dios no ha de contestar
su oración”. Entonces me dijeron con asombro: “¿Querrá usted decir que hemos llegado
a tal punto que Dios ya no está dispuesto a escuchamos cuando le pedimos que nos dé paciencia?”
“No, no exactamente eso, pero ustedes han orado en este sentido. ¿Les contestó Dios?
¡No! ¿Saben por qué? Porque no tienen necesidad de paciencia”,
Los ojos de la señora se encendieron y exclamó: “¿Qué está diciendo usted? ¿Que no
necesitamos paciencia y sin embargo nos impacientamos todo el día? Eso no tiene sentido.
¿Qué es lo que usted realmente quiere decir?”
Entonces le repliqué: “No es paciencia lo que ustedes necesitan, sino a Cristo mismo”.
Dios no nos dará humildad o paciencia o santidad o amor como distintos dones de su
gracia. El no es un comerciante que dispensa su gracia en paquetes, dando un poco de paciencia
a los impacientes, un poco de amor a los que no aman, un poco de mansedumbre a los
altivos, en cantidades que tomamos y usamos como si fuesen un capital. Él nos ha dado un
solo don para satisfacer toda nuestra necesidad: su Hijo Jesucristo. A medida que confiamos
en Él para que viva su vida en nosotros, Él será en nosotros humilde, paciente, amoroso y
todo lo demás que nos haga falta. Recordemos la palabra en la primera epístola de Juan: “Dios
nos ha dado vida eterna, y esta \ida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; d que no
tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn. 5:11,12). La vida de Dios no nos es dada por separado;
la vida de Dios nos es dada en el Hijo. Es “vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”
(Ro. 6:23). La relación que tenemos con el Hijo, es la misma que tenemos con b vida.
Bendita cosa es descubrir la diferencia entre los dones cristianos y Cristo: conocer la diferencia
entre la mansedumbre y Cristo, entre la paciencia y Cristo, entre el amor y Cristo.
Recordemos lo que se nos dice en 1 Corintios 1:30: “Cristo Jesús... nos ha sido hecho por
Dios sabiduría, justificación, santificación y redención”. El concepto general de la santificación
es que cada parte de la vida sea santa; pero esto no es santidad, sino el fruto de la santidad.
La santidad es Cristo. Es el Señor Jesús que nos ha sido hecho santidad.
Se puede hacer lo mismo con cualquier otra cosa: amor, humildad, poder, dominio de sí
mismo. Hoy nos hace falta paciencia. ¡Él es nuestra paciencia! Mañana quizás. precisemos
pureza. Por eso Pablo habla del “fruto del Espíritu” (Gá. 5: 22) y no de “frutos” como cosas
separadas. Dios nos ha dado su Espíritu Santo, y cuando necesitamos amor, el fruto del Espíritu
es amor, cuando necesitamos gozo, el fruto del Espíritu es gozo. Siempre es así. No importa
cuál es nuestra deficiencia personal, o nuestras muchas deficiencias, Dios siempre tiene
una respuesta suficiente: su Hijo Jesucristo, y Él es la respuesta para cada necesidad humana.
¿Cómo podemos experimentar más de Cristo en esta forma? Solamente por una mayor
conciencia de nuestra necesidad. Algunos tienen temor de descubrir alguna deficiencia en sí
mismos, y por lo tanto nunca crecen. Crecer en gracia es el único sentido en que podemos
crecer, y la gracia, como ya hemos dicho, es Dios que hace algo para nosotros. Todos tenemos
al mismo Cristo morando en nosotros, pero la revelación de alguna nueva necesidad nos llevará
espontáneamente a confiar en Él, para que Él manifieste su vida en ese particular. Mayor
capacidad significa un mayor goce de lo que Dios nos da. Cada vez que dejamos de obrar, y
confiamos en Cristo, se conquista una nueva porción de tierra. “Cristo mi vida”, es el secreto
de la expansión.
Confiar no es meramente un tema de conversación ú un pensamiento que satisface. Es
una realidad absoluta.
“Señor, no lo puedo hacer, por tanto no intentaré hacerla”. Es así que la mayoría fallamos,
pues deseamos seguir intentando.
“Señor, yo no puedo, y por ello no trataré de hacerla. De aquí en adelante confío en que
Tú lo harás”. Es decir, yo me niego a actuar, confío en que Él lo hará, y luego entro plena y
gozosamente en lo que Él ha iniciado. Esto no es pasividad. Es una vida muy activa la que
confía en el Señor de este modo, recibiendo vida de Él, tomándole a Él para que sea nuestra
vida, permitiéndole a Él vivir su vida en nosotros.
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no
andan conforme a la carne, mas conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en
Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 8:1,2). Es en el capítulo 8
que Pablo nos presenta el aspecto positivo de la vida en el Espíritu. “Ahora, pues, ninguna
condenación hay...” Al principio esta declaración puede parecer fuera de su lugar. ¿No es
cierto que fuimos librados de la condenación por la Sangre por la cual encontramos paz con
Dios y salvación del juicio? (Ro. 5:1,9). Pero hay dos clases de condenación, es decir, ante
Dios y ante mí mismo (como ya notamos que hay dos clases de paz). Cuando veo la Sangre sé
que mis pecados son perdonados y que no hay más condenación ante Dios; pero a pesar de
esto puedo todavía conocer la derrota, y el sentido de condenación en mí mismo puede ser
muy real como se ve en Romanos 7. Pero si he aprendido vivir por Cristo como mi vida, entonces
he aprendido el secreto de la victoria y ¡alabado sea Dios! “ahora, pues, ninguna condenación
hay”. “El ocuparse del Espíritu es vida y paz” (Ro. 8: 6), y esto llega a ser mi experiencia
a medida que aprendo a andar en el Espíritu. Con paz en mi corazón, no tengo tiempo
para sentirme condenado, solamente para alabarle a Él quien me lleva adelante de victoria a
victoria.
EL CUARTO PASO: ANDAR “CONFORME AL ESPÍRITU”¿Qué quiere decir andar “conforme al Espíritu”? (Ro. 8:1,4). Quiere decir dos cosas. En
primer lugar, no es obrar, es andar ¡Alabado sea Dios!, aquel costoso e inútil esfuerzo de procurar
“en la carne” de agradar a Dios ha dejado lugar a una dependencia bendita y reposada en
“la operación de su fortaleza, la cual obra en mí con poder” (Col. 1:29, V.M.). Por esto Dios
habla de las “obras” de la carne, pero del “fruto” del Espíritu (Gá. 5:19,22) .
En segundo lugar, “andar conforme” implica sujeción. Andar “conforme a la carne”
significa que me entrego a los dictámenes de la carne, y los siguientes versículos en Romanos
8:5-8 señalan claramente a dónde me conducirá esto. Solo me pondrá en conflicto con Dios.
Andar “conforme al Espíritu” quiere decir ser sujeto al Espíritu. Hay una cosa que él que anda
conforme al Espíritu no puede hacer, y eso es llegar a ser independiente de Él. Tengo que sujetarme
al Espíritu Santo: la iniciativa de mi vida tiene que ser con Él. Solamente a medida
que me entrego para obedecerle encontraré “la ley del Espíritu de vida” en plena operación en
mí. “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Ro. 8:14).
Nos son muy familiares las palabras de la Bendición en 2 Corintios 13:14: “La gracia
del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros”.
El amor de Dios es la fuente de toda bendición espiritual, la gracia de nuestro Señor
Jesucristo ha hecho posible que aquella riqueza espiritual venga a ser nuestra, y la comunión
del Espíritu Santo es el medio por el cual nos es impartida. El amor es algo escondido en el
corazón del Padre, la gracia es aquel amor expresado en el Hijo, y por la comunión se imparte
aquella gracia por el Espíritu. Lo que el Padre ha ideado a favor nuestro, el Hijo ha llevado a
cabo, y ahora el Espíritu nos lo comunica. Así que, cuando vemos algo nuevo que el Señor
nos ha procurado en su Cruz, no tratemos de apropiado por nuestros esfuerzos propios, sino
en una actitud de continua sujeción y obediencia, miremos al Espíritu para impartírnoslo; porque
nuestro Señor ha mandado su Espíritu con este mismo propósito, para que Él nos comunique
todo lo que es nuestro en el Señor Jesús.
Tomado del libro: La vida cristiana normal de Watchman Nee